POR MARTÍN ZUBIETA
Breve recorrido por notas que jamás dejan de escribirse
La interacción entre medios y público es constante y no siempre se produjo de la misma manera. El periodismo se nutrió siempre de la realidad, pero esa realidad nunca se transmitió del mismo modo. El periodismo de ayer y el de hoy comparten el honor de ser casi invariablemente “la primera versión de la historia”, a pesar de las críticas, como las del escritor británico Gilbert K. Chesterton: “El periodismo consiste esencialmente en decir “Lord Jones ha muerto” a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo”. De cualquier manera, hay cosas que nunca cambian. Incluso el manual del Washington Post todavía sostiene que ha de respetar el buen gusto de sus informaciones. Internet ha hecho el resto.
Durante los años ´60 también el periodismo sufría metamorfosis. La discusión, cuyo epicentro se circunscribió inicialmente a los Estados Unidos, consistía en argumentar acerca de las formas en las que el periodismo podía narrar las noticias. Hasta ese momento, los periodistas y sus crónicas mantenían una estructura más o menos tradicional y el deber ya estaba cumplido con sólo ordenar la información de un modo comprensible. La novela siempre había sido la consagración suprema de la escritura. Este postulado parece haber sido una verdad revelada para algunos miembros de la vida cultural norteamericana a principios de la década del ´60, que creían que la clase literaria más espiritualmente elevada la constituían los novelistas, mientras que los working class del ramo lo conformaban los periodistas. Martín Caparrós se preguntaba sobre las razones, las causas y la utilidad que de los suplementos culturales de los diarios: “Todo viene de aquellos tiempos en que el libro –y sobre todo la novela- eran algo así como la máxima expresión de la cultura y, como quien no quiere la cosa, la forma en que se relataba una época y una sociedad. Los cultos leían, ser culto significaba algo –hasta llegó a ponerse de moda- y quien no lo fuera resultaba un poco despreciable. Quizás nunca haya sucedido de verdad, pero cuentan que así fue, hasta hace décadas. Ahora las causas y efectos de todo eso pasaron, pero queda como un sano prejuicio que se va perdiendo día tras día: el libro es cultura y hay que aparentar que uno le hace caso”. No todos los novelistas son maravillosos y muchísimos periodistas han incursionado en el mundo de la literatura propiamente dicho con muchísimo suceso. Que lo diga Gabriel García Márquez, quien mucho tiempo antes de publicar Cien años de soledad, se había destacado como un periodista “distinto” tanto en El Universal de Cartagena como en El Heraldo de Barranquilla.
Algunos periodistas estadounidenses comenzaron a experimentar con los procedimientos típicos de la novela realista y empezaron a producir y a presentar la información de una manera más literaria. El primero fue Guy Talese, que escribía en The New York Times, y lo siguieron Terry Southern, Tom Wolfe, James Baldwin o Truman Capote. Lo más importante para los cultores del nuevo estilo era estar “allí”, en el lugar del “realismo social” que, de acuerdo a su razonamiento, los dueños de la “creación intelectual” (los novelistas) habían abandonado. Mientras que para sus detractores eran “paraperiodistas”, ellos trataron de convertir al “nuevo periodismo” en un género literario más rico que la ficción misma. Es difícil saber si efectivamente lo lograron, aunque tal vez lo más importante sea destacar que, al menos, hicieron tambalear aquel viejo axioma que dice que hay que llamar a las cosas por su nombre.
Es posible suponer que el precursor de lo que luego se llamó “nuevo periodismo” fue el estadounidense John Reed, con su libro Diez días que conmovieron al mundo, un texto extraordinario sobre la Revolución Rusa de 1917. Los trabajos de Ernest Hemingway (¿Por quién doblan las campanas?) y John Jersey (Hiroshima, que se publicó en The New Yorker en 1946) se pueden sumar a esta suposición. En plena década del ´60 el primer innovador fue Talese, periodista del Esquire y del New York Times, con libros como The kingdom and the power” (un irónico y agudo análisis del Times), y Honor by the father. James Breslin, del Herald Tribune, continuó la saga con Can´t anybody here plays this game y Tom Wolfe (New York Herald Tribune) es el tercero con El coqueto cochecito color caramelo en 1963, La izquierda exquisita y El nuevo periodismo en 1977.
El primer novelista que comenzó a formar parte de la nueva camada fue Truman Capote con A sangre fría un espectacular relato acerca de la vida y la muerte de dos psicópatas ex convictos, Dick Hickcock y Perry Smith, que asesinaron a la familia Clutter en una granja del estado de Kansas en 1959. Para muchos críticos, este libro es el origen de este nuevo género, la novela de “no-ficción”. Se publicó por primera vez en The New Yorker en 1966. Otro texto extraordinario (y de similares características) de Capote es Féretros tallados a mano.
En Argentina, Jorge Luis Borges, Roberto Arlt, Jacobo Timerman, Alfredo Parga, Osvaldo Soriano, Germán Rozenmacher, David Viñas, Jorge Fernández Díaz, Caparrós, Jorge Lanata, Tomás Eloy Martínez, Miguel Bonasso, Ezequiel Fernández Moores, Rodolfo Walsh, Enrique Raab, Juan Sasturain, Carlos Ares, Pepe Eliaschev o Dante Panzeri, entre muchísimos otros, han combinado a la perfección el castellano, el periodismo e, incluso, la ficción. De acuerdo a la opinión del novelista y ensayista mexicano José Emilio Pacheco, el creador del “nuevo periodismo” en América latina fue Rodolfo Walsh con Operación Masacre en 1957. En el prólogo a la edición de 1972 el propio autor dice: “La primera noticia sobre los fusilamientos clandestinos de junio de 1956 me llegó de forma casual, a fines de ese año, en un café de La Plata donde se jugaba al ajedrez…” Si se toma la afirmación de Pacheco como cierta, Walsh (cuya obra maestra de estilo, habilidad literaria y destreza periodística acaso sea Esa mujer) inventó un género que sería formalmente “inventado” en la década siguiente gracias al poderoso empuje de la industria periodística y editorial de los Estados Unidos.