TEXTO: ÁNGELES SMART
FOTOS: FACUNDO, SARA y CLARA VEREERTBRUGGHEN
Desde la Chiquitanía y Chuquisaca hasta el Salar de Uyuni
Nada como viajar. Lejos o cerca. En avión, tren o auto. Con mucha o poca plata, siempre vale la pena. Con quién es más complicado. Amistades que se resienten, parejas que se matan, conocidos que nos empiezan a caer mal, destinos definitivamente arruinados. Todos lo sabemos: los viajes son una prueba de fuego. Así que la mejor opción sigue siendo la de emprender la ruta con los propios hijos. Ya nos conocemos, nos peleamos, reímos y burlamos de lo mismo, las sorpresas son sólo cartográficas.
Así las cosas partimos hacia Bolivia mis tres hijos adolescentes Facundo, Sara, Clara y yo. Buenos Aires-Santa Cruz de la Sierra en un vuelo barato de Aerolíneas Argentinas para ahí alquilar una movilidad (como nombran los bolivianos a los autos y camionetas) que nos permitió aventurarnos con bastante libertad por los lugares que queríamos.
La primera meta era recorrer parte de la llamada Ruta de las Misiones Jesuíticas en las tierras selváticas de los Chiquitos. Buscando vestigios y huellas del barroco colonial visitamos los pueblos de San Xavier y de Concepción. Hoy magistralmente restaurados y declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, nos hablan de la labor de unos hombres que lucharon durante 80 años por un encuentro entre dos mundos más pacífico, respetuoso y liberador para los pueblos prehispánicos. No pudo ser. En 1767, el rey Carlos III expulsa a los jesuitas de América y todos lamentamos cómo siguió la historia.
Desde ahí nos dirigimos hacia Samaipata para tomar la ruta de ripio que la une con Sucre. Con el inverosímil y nunca imaginado record de hacer 350 kilómetros en once horas y media, por desvíos obligados que nos hacían ir literalmente por el lecho del río, con el espanto en el cuerpo, finalmente llegamos a la llamada Ciudad Blanca. Su belleza nos dejó sin palabras. Nos olvidamos del polvo, de la ruta, de la vuelta. Despedimos la última noche del 2012 en la plaza repleta de gente y con una demostración de exaltación, fuegos artificiales, luces y petardos como nunca antes habíamos visto.
Dejando la estadía y visita de las minas de plata de Potosí para la vuelta, el primer día del Nuevo Año llegamos a lo que era “la meta” de los chicos: el tremendamente lejos de casa pueblo de Uyuni. En la orilla misma del salar más grande del mundo (12.106 kilómetros cuadrados y a 3653 metros sobre el nivel del mar), parece un pueblo fantasma. Dimos la bienvenida a la presencia de otros turistas y contratamos para al día siguiente la excursión que nos haría penetrar en el corazón de ese antiguo lecho del océano.
Dicen que la sal cura el pasado ya que los salares son el recuerdo inmemorial de la historia del planeta. La experiencia es indescriptible y las sensaciones, abrumadoras. Si nos lo contaban no lo hubiéramos creído. Nada como la confirmación de que la realidad superó ampliamente las expectativas y las ficciones. Así que sólo decimos que en algún momento de la vida hay que ir. Y lo decimos en serio.
El camino de vuelta fue más relajado, no sólo por conocido sino porque ya sólo nos quedaba disfrutar y seguir comentando una y mil veces nuestras impresiones y pareceres.
Definitivamente nada como viajar.