¿Somos la única civilización en nuestro vecindario galáctico?
Texto de Gonzalo Pérez (doctor en biología)
La discusión es tan eterna como el hombre mismo sobre la Tierra. Y adopta, siempre, forma de pregunta: ¿existen otras vidas complejas en el “inconmensurable universo”?, tal la adjetivación de Jorge Luis Borges. Giornado Bruno, Ernst Mayr, Carl Sagan, Peter Ward y Donald Brownlee, entre otros, son algunas de las mentes brillantes que participan de un diálogo afortunadamente interminable.
Posiblemente no exista un tema tan arraigado a nuestra existencia como la idea de nuestra singularidad y pensarnos solos en el universo. Si bien hemos recopilado un número muy importante de información y hemos dado un salto tecnológico desmesurado en muchos aspectos, seguimos sin poder responder las preguntas que probablemente se hicieron los hombres primitivos cuando dejaban volar su mente alrededor de una fogata protectora.
Sin importar el camino de nuestros pensamientos, no podemos evitar sentirnos diferentes a los otros seres vivientes del planeta. Nuestra capacidad nos continúa separando día a día de la naturaleza y la humanidad ha buscado un refugio en las distintas religiones para encontrar alivio.
La ciencia ha cambiado el mundo y la forma en que los humanos nos enfrentamos a los problemas. Sin embargo, poco ha hecho en cambiar las premisas y dudas de nuestra propia existencia. Si bien aún no tenemos pruebas concretas, todo el andamiaje de nuestro conocimiento nos indica que la vida no sería rara en el universo. ¿Pero qué sabemos respecto a seres como nosotros, seres que puedan formar una civilización, otras formas de vida con inteligencia comparable a la nuestra?
Actualmente, esta discusión es más epistemológica que científica. De hecho, los fundamentos con los que podemos afirmar o negar el problema propuesto, son análogos a los presentados por Giordano Bruno (1548-1600) o a los sostenidos por la visión cosmológica que tenía la Iglesia, y que terminaron llevándolo a la hoguera.
El problema radica en que sólo podemos basarnos en una observación: nuestra propia existencia en el planeta Tierra. No podemos validar, comprobar, ni refutar prácticamente nada porque tenemos el resultado de un único experimento que comenzó con la vida hace aproximadamente 4 millones de años. Sin embargo, esto no quiere decir que no haya muchas personas de distintas ramas trabajando incansablemente en encontrar respuestas. Uno de los momentos más álgidos que ha alcanzado la discusión respecto a si estamos solos en el universo, sucedió en 1995 cuando dos gigantes de la ciencia, el zoólogo Ernst Mayr y el planetólogo Carl Sagan, sostuvieron una discusión en las páginas de la revista Bioastronomy News. En particular el debate surgió entorno a las probabilidades de éxito del programa SETI (siglas de Search for ExtraTerrestrial Intelligence).
El debate fue abierto por Mayr, quien calificó de “improbabilidad de dimensiones astronómicas” la idea de que en muchos mundos exista vida inteligente. Al defender su postura, el zoólogo aceptaba que en las galaxias debían existir miles de millones de planetas y que, por lo tanto, la existencia de vida unicelular en el universo tiene una alta probabilidad. Por el contrario, sus ideas en contra de SETI se basaban principalmente en dos pilares. En principio afirmaba que el desarrollo de la inteligencia es otro tema. “La evolución no sigue una línea recta hacia un objetivo (la inteligencia), como ocurre en un proceso químico“. Por ejemplo, afirmó -ciertamente el único que tenemos- sólo una especie de los quizá cincuenta mil millones de especies que han poblado la Tierra a lo largo de su historia, ha desarrollado la capacidad necesaria para establecer una civilización (tal vez porque en realidad la inteligencia no esté favorecida por la selección natural). El otro argumento, y mucho más convincente según mi opinión, es de índole temporal: Mayr afirmaba que todo nos indica que la vida de las civilizaciones es increíblemente efímera en tiempos cósmicos y, por lo tanto, la posibilidad de que dos civilizaciones lleguen a niveles tecnológicos similares y puedan comunicarse en un mismo espacio-tiempo es muy baja.
La réplica de Sagan fue vehemente. Basándose en los últimos descubrimientos de la época, el arqueólogo había defendido a SETI afirmando que la existencia de mundos en el universo era tan gigantesca, que podía suponerse que todas las estrellas tenían uno o dos mundos con océanos (hoy sabemos que esto fue una muestra de optimismo desmesurado). Esto dejaba para la probabilidad un camino seguro de la existencia de civilizaciones, siguiendo el ejemplo de probabilidad compuesta de la famosa Ecuación de Drake. Por otro lado, contestando en los términos utilizados por Mayr, Sagan subrayó el hecho de que, si nos basamos en la teoría evolutiva, todos los organismos estamos emparentados y, por lo tanto, el hecho de que una rama del árbol evolutivo haya llegado a ser inteligente para formar una civilización nos indica que existe un camino, sinuoso sin duda, pero real hacia la inteligencia. Esto nos indica, dijo Sagan, que los “procariotas y los protistas han evolucionado a seres inteligentes, ya que son nuestros ancestros”, y que para la evolución “es mejor ser listo que ser tonto”.
Posteriormente a esta discusión de tinte novelesco, que sin duda estuvo a la altura de la protagonizada por el “bulldog de Darwin” (Thomas Huxley) y el obispo Wilberforce, en el debate en Oxford por la teoría de la evolución, seguimos cosechando posturas a favor y en contra. Sin querer alimentar nuestro peligroso antropocentrismo, en el año 2000,el paleontólogo Peter Ward y el planetólogo Donald Brownlee publicaron el libro Rare Earth (Mundo extraño), donde puntualizan una serie de características, quizá únicas, que tiene nuestro planeta, que hacen la existencia de vida compleja en el universo sumamente difícil. Cuatro años después se publica en la prestigiosa revista Science un artículo en el que se identifica una zona habitable de la Vía Láctea, de unos 8000 millones de años, en los que se encuentra el 10% de las estrellas de nuestra galaxia, inclinando la balanza para el otro extremo.
Actualmente hemos planteado el problema transversalmente y muchos recursos se están direccionando a la búsqueda de planetas similares a la Tierra. Es decir, si queremos buscar civilizaciones, primero busquemos vida, vida compleja. Este es el primer paso en acotar el problema, en definir nuestra “nueva ecuación de Drake”. En este sentido, desde ya hace unos años, estamos “cazando planetas” con diferentes telescopios y satélites como Kepler, Tess y Trappist. Entre los descubrimientos más interesantes podemos citar al realizado desde Chile: siete planetas se encuentran alrededor de una estrella enana roja a sólo 40 años luz de distancia, todos ellos en la zona habitable. Hace sólo unos meses se pudo confirmar que uno de estos planetas (Trapistt 1G) tiene una atmósfera diferente a la de su formación y, por lo tanto, es un planeta rocoso y no gaseoso. La tecnología nos está permitiendo adentrarnos más y más en nuestra galaxia en búsqueda de vida. Si existe vida compleja en nuestro vecindario galáctico, es probable que pronto lo sepamos.