POR MARTÍN ZUBIETA
Breve recorrido por los universos del pretérito perfecto
“…Bellos son los sepulcros, el desnudo latín y las trabadas fechas fatales, la conjunción del mármol y de la flor y las plazuelas con frescura de patio y los muchos ayeres de la historia hoy detenida y única…”. Jorge Luis Borges, “La Recoleta” (Fervor de Buenos Aires, 1923)
La muerte, como escribió alguna vez Tomás Eloy Martínez, es un lugar común, pero en La Recoleta (que se transformó en cementerio público en 1822) adquiere características propias. No se perciben ni su drama ni su dolor y lo que sucedió, sucedió hace mucho. Tanto, que el tiempo de las lágrimas es nada más que recuerdo. La muerte real, concreta e implacable, se ha transformado en museo y en historia. Las campanas ya no doblan por nadie, sólo por el pasado. Pero acaso siempre haya sido así, ya que hombres y mujeres de todas las épocas no han tenido otra posibilidad que la de ser fatalmente contemporáneos.
Domingo Faustino Sarmiento, presidente de la República entre 1868 y 1874, escritor notable, militar, periodista, polemista feroz, apasionado sin límites, es una de las personalidades más ilustres entre las que descansan en La Recoleta. Escribió en 1885, luego de un paseo por los caminos del cementerio:”Cada existencia es un drama, y no habría novela tan tierna ni tragedia tan pavorosa, como la que encierran bajo sus tapas de mármol esos sepulcros”. El sanjuanino, a pesar de la mirada poética, no escapó a las leyes de su presente. Era irracional, en ese allí y en ese ahora, imaginarse a sí mismo leyenda, mito, bronce, memoria, capítulo ineludible del derrotero nacional. Sarmiento moriría tres años después en Asunción del Paraguay. Sin embargo allí está, como un hito ineludible, sepultado en un mausoleo con una pirámide blanca, junto a las mil historias de La Recoleta.
Rodeada por plazas y árboles y flanqueada por la blanca Iglesia del Pilar, las obras de La Recoleta fueron concluidas en 1881 durante la intendencia de Torcuato de Alvear, cuyos restos reposan en un gigantesco mausoleo geométrico ubicado apenas a la izquierda, muy cerca de la puerta de ingreso. Allí también están el general Carlos María de Alvear y Marcelo Torcuato de Alvear, presidente de la Nación entre 1922 y 1928. Política e ideológicamente separados, seguramente, la familia Alvear tiene un vecino ilustre, Juan Facundo Quiroga. El “Tigre de los Llanos” murió asesinado en
Barranca Yaco en 1835, a manos de José Vicente Reinafé. La Recoleta, además, une destinos que en vida transitaron separados. Sarmiento y Quiroga acaso sean el mejor ejemplo: “¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte….” . Así comienza el Facundo, uno de los textos fundacionales de la literatura y las ciencias sociales argentinas. Adversarios, los vientos de la historia los juntaron definitivamente en La Recoleta.
Pero este no es el único juego de contrastes. Una vieja tumba amarillenta lleva el nombre de Manuel Dorrego. Un sobrio panteón de mármol gris oscuro, con la figura de un granadero en el exterior, dice simplemente “general Juan Lavalle”. Ambos se enfrentaron en la batalla de Navarro en 1828. Dorrego fue hecho prisionero. Lavalle, influenciado por los unitarios que suponían que la muerte de Dorrego significaría el principio del fin para los federales, ordenó su fusilamiento. Acaso ni el propio Lavalle haya estado convencido, ya que afirmó que la posteridad se encargaría de juzgar su decisión. Todos los libros coinciden en que se trató de una gran equivocación. Una vez más los caminos del tiempo los han conducido al mismo lugar.
Muchos son los matices: allí están desde el almirante Guillermo Brown hasta el boxeador Luis Ángel Firpo, pasando por Lucio Mansilla, Carlos Saavedra Lamas, Macedonio Fernández, Juan Bautista Alberdi, Norah Lange, Luis Federico Leloir o Adolfo Bioy Casares. Pero los presidentes constitucionales argentinos merecen un párrafo aparte, ya que varios acompañan a Sarmiento, Marcelo T. de Alvear, Nicolás Avellaneda (1874-80), Manuel Quintana (1904-1906) o José Figueroa Alcorta (1906-1910): Bartolomé Mitre (1862-1868) tiene su mausoleo, lo mismo que Julio Argentino Roca, dos veces primer mandatario (1880-1886 y 1898-1904). Carlos Pellegrini todavía arenga a las “multitudes” del Partido Autonomista desde su lugar en La Recoleta: fue presidente entre 1890 y 1892, luego de la renuncia de Miguel
Juárez Celman. En el panteón de la Unión Cívica Radical están sepultados, además de Leandro Alem, fundador del partido, Hipólito Yrigoyen (presidente entre 1916-1922 y 1928-1930) y Arturo Illia (1963-1966). El último en llegar fue don Raúl Alfonsín (1983-1989), quien murió en 2009.
UNA ROSA PARA EVA
De acuerdo al locutor oficial, la señora ingresó en la inmortalidad a las 20:25 del 26 de julio de 1952. Desde ese entonces María Eva Duarte de Perón, Evita, no tendría paz, sobre todo luego de la Revolución Libertadora que derrocó a Juan Domingo Perón en septiembre de 1955. Alguien robó su cadáver después del golpe. Mientras tanto “esa mujer”, tal la misteriosa y perfecta denominación de Rodolfo Walsh, transitaba lentamente el camino del mito. Su cuerpo deambuló por todas partes: pasó de las bambalinas de un cine de Almagro a un cementerio de Milán, en el que estuvo sepultada de pie bajo el nombre falso de María Maggi. Finalmente retornó a la Argentina en 1971. Evita encontró su último destino en La Recoleta, en la bóveda de su familia, bajo tres planchas de acero y detrás de puertas blindadas. Siempre hay flores y nunca faltan visitantes. Eva todavía tiene quien la llore.