FOTOS: FRANCISCO BEDESCHI
TEXTO: MOIRA TAYLOR
Don Juan está apostado en el puesto de Estancia La Sofía, a 45 kilómetros del parador La Leona (mítico parador sobre la Ruta 40).
Al adentrarnos por el camino (Ruta 65) de una greda arcillosa, el paisaje comienza a cambiar. Da la sensación de encontrarnos en Siberia, la nieve comienza a acumularse y el viento hace más lento el avance. Es realmente una estancia al pie de la cordillera, un camino que nos lleva solo a ese destino. Después ya no hay más que campo, cordillera y límites fronterizos infranqueables.
Después de 3 meses de no ver a hombre caminando, Don Juan nos recibe sin preámbulo, casi como si nos hubiese estado esperando. Sin conexión de radio porque hay una antena rota o tapada por la nieve, quien nos guía hasta la estancia, Damián Young, se pone al día con nuestro protagonista. Días atrás por los mensajes rurales había salido el informe de que un tal Juan José de Estancia La Sofía había fallecido, así que entre risas y otro tanto de alivio, se comparten el cuento. Villalobos muestra la primera de sus sonrisas. Para nuestra alegría, Juan está bien y ávido de contar.
En su haber cuenta con 50 años. Curtido como las sogas que se dedica a sobar y tejer por la noche, nos deja ver un hombre que parece acarrear unos cuantos años más de experiencia. Nacido en Chubut en un pequeño pueblo cerca de Tecka, se crió allí hasta la adolescencia; comenzó a trabajar
de pequeño, completando sólo el tercer grado dela Primaria. Trabajó en la zona de Cholila y por Esquel. Empezó cuidando pequeños piños de ovejas de los crianceros de
esas zonas (como suelen ser campos mucho más chicos, los dueños son criadores pero en escalas más pequeñas). También trabajó con vacas y con cebúes. Se vino para los pagos del sur hace ya 14 veranos y desde entonces ha circulado por la provincia en distintas estancias. Desde La Julia, mítica estancia a la salida de Gobernador Gregores, que fuera un ejemplo de trabajo y desarrollo a principios de 1900, propiedad de la familia Menéndez Behety; hasta La Anita, inmensa estancia lanera de los Brown, otra familia destacada en la historia de la región, que aún muestra la maravilla de los enormes galpones de esquila deteniendo el paso del tiempo.
Su puesto es hoy una casa luego de las recientes modificaciones a la infraestructura de la estancia que han hecho sus nuevos dueños. Aunque de paredes más consolidadas y ventanas donde no hay “chifletes”, el ambiente que se respira es de “puesto de estancia”. Dos banquetas que se arriman a la cocina a leña, un tronquito que nos sirve como tercer asiento y los mates comienzan a correr luego de haber ido a buscar los fardos para los caballos. Dentro del horno se cuece un buen trozo de capón, carne infaltable en un puesto de la zona. Acá, lejos de todo, con el olor a fuego y leña, donde el viento pinta de blanco el horizonte, este hombre se convierte en amigo. Los puesteros son siempre buenos para las bienvenidas y nunca muy predispuestos a las despedidas. Tal vez por la distancia o la soledad. O ambas al mismo tiempo.
El tiempo es otro tiempo. Uno lo siente en el cuerpo, en la charla. Las horas se miden en luz, vacas u ovejas, agua (que hay que ir a buscarla en tachos al río Guanaco, congelado en esta época), nieve y frío. Ahí en el relato constante e incansable del medio que lo rodea encontramos su propia historia.
Lo vemos a Juan cuando va a alimentar a los perros y cada paso es firme porque parece que el viento va torciendo el curso del camino. Como en cada puesto, sus perros son su compañía y de quienes puede hablar por largo rato sin perder interés, ni tema. Todos son de trabajo, ovejeros o cruza, al tener vacas no se dedica a cazar. Lo pintoresco de los nombres de estos fieles compañeros denota el carácter dicharachero de Don Juan, que de buenas a primeras, no sospecharíamos. El Tero, Basura, Mugre, Overo o Zarco por sus ojos celestes, Berreta, Ceniza y Gaucho son el grupo de nombres que difícilmente eviten la sonrisa.
Con Juan por momentos la charla se vuelve nostálgica. Es el ayer, el pasado de troperos, gauchos de estancias, patrones a la cabeza del trabajo y hospitalidad al viajero, lo que más se extraña, dice. “Antes los patrones iban a los pueblos y ofrecían trabajo: había confianza. Es difícil pensar qué va a pasar con este trabajo cuando nosotros ya no estemos. La juventud, si no tiene señal de celular, no se quiere quedar. Ni hablar acá, que no hay televisión. Hay estancias que están al lado del pueblo y tampoco encuentran gente. Es un trabajo sacrificado el del campo y ya no quedan muchos que lo quieran hacer. Y los que están quieren trabajar solo con los caballos. Es difícil porque se juntan muchas cosas. La paga no es tan buena y el trabajo es sacrificado. Los patrones ya no quieren gente con familia tampoco” , cuenta. Y reafirma que a pesar de ser un trabajo duro es el sustento del país y es por lo tanto una función muy importante, digna de ser reconocida, cosa que en su parecer no pasa.
Él se encarga de cuidar 98 vacas madre y recorrer los alrededores del casco. Por su experiencia con hacienda vacuna, es un buen referente para entender los cuidados y las diferencias de actividad entre ovejas y vacas. “Las vacas son más fáciles de cuidar si se las tiene en cuadros chicos y con forraje”, explica. “A la oveja en cambio, hay que estarle encima de sol a sol: tiene más peligros pero son más aguantadoras a los climas recios de estos lados. Recuerdo una vez que salimos a buscar un piño de ovejas en una estancia en la que estaba, en la zona de bosques, y no se veía nada. De repente vemos unas chimeneas de humito que salían de abajo de la nieve… Eran las ovejas todas juntas cubiertas por completo de nieve y solo respirando por eso agujeros”, relata casi como si se tratase de un cuento fantástico. Bien informado y conociendo la actualidad del negocio al detalle, muestra en cada charla sus ansias de siempre hacer más o mejorar la situación de trabajo que lleva adelante. Parece nunca estar conforme con la suerte que le brindan sus patrones, aunque al mismo tiempo su querencia esta en ese lugar al que volvió después del cambio de dueños. Se hace de noche y la charla nos brinda los relatos de ayer. “Antes se armaban grandes tropas para mover la hacienda de un lugar a otro. No había alambrados. Así que el personal de la estancia y los que se incorporaban para la tardea -gente que siempre andaba de paso cazando por ahí y que los patrones ya conocían y arrimaban a la labor cuando era necesario- se organizaban para pasar días a la intemperie. Por las noches, dependiendo del piño que se transportaba, uno o dos se quedaban haciendo guardia con los perros para que no se dispersen o los agarre el león. Antes los campos que se le daban a la gente eran todos estos terrenos de alta montaña. Y entonces sí que nevaba,: andaban tras de los animales de sol a sol. Nacían ya para eso. El campo era otra cosa. Los patrones dejaban comida y algunos capones en los puestos pensando en los “pasajeros”, gente que andaba de paso. Había mucha hospitalidad y se quería que los chulengueros estén cazando. Existía “la plumeada”, donde los viejos boleaban al avestruz (lo acorralaban contra el alambre cosa de no estropearlo: no los mataban) y solo les sacaban las plumas, que se vendía para hacer plumeros. La época de la “zorreada” también era interesante. Había mucha vida en el campo: cada momento tenía su actividad. Todo ha ido cambiando. Ya los patrones no quieren que nadie ande en la tierra y también con razón porque hay mucho cuatrerismo. Ya no hay ese respeto y esa confianza. Ahora la hacienda se mueve en vehículos, los alambrados cada vez dividen más. Son pocas las estancias que transportan el ganado tropeando y si las hay, las distancias son mucho más cortas”, reflexiona con algo de nostalgia, como si el relato de esos tiempos que ya no son fuera la historia de un campo que ya no será.
Los días, aunque cortos por el sol de invierno, se sienten largos. Parece que nos conocemos hace tiempo y la despedida es siempre inoportuna. Don Juan José Villalobos nos despide con la misma hospitalidad con la que nos dio la bienvenida. Mate, capón y unas papas son nuestro manjar del “hasta pronto”. En el campo nunca se sabe dice Juan: “Puede que estén de vuelta antes de que caiga el sol, la salida esta “peluda”, la nieve se derrite rápido y no siempre se sale”. El puesto al fondo del valle, recostado sobre las primeras ondulaciones de la cordillera, nos saluda. El río Guanaco que corre a su izquierda quiere “descongelar”. La sensación de haber estado en medio de la nada nos acompaña en la partida.