Pepita, una leyenda viviente :: “PEPITA” RAGUSI DE ORAZI

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POR MOIRA TAYLOR
FOTOS JUAN CRUZX GUITIÉRREZ

La casa familiar está en una esquina del centro de San Martín de los Andes. Piedra, madera y un amplio jardín nos remontan a tiempos lejanos, cuando cada esquina del pueblo era el hogar de alguna familia pionera. Detrás de las paredes nos recibe una risa que bien podría ser la de una niña. Se abre la puerta y con una sonrisa de oreja a oreja nos da la bienvenida Josefina “Pepita” Ragusi de Orazi. Tiene 90 años y una vida para contar.

Con la historia del pueblo como protagonista, la charla se desprende natural. Es que esta mujer de 90 años, miembro de la comisión de primeros pobladores, docente por vocación y profesión, tiene todas las ganas de contar la historia. Y lo hace con precisión milimétrica. La charla recorre la historia de su familia. Pero también la de un pueblo que intenta no perder sus particularidades únicas, su historia, su identidad. Su monólogo, casi, no precisa de intervención alguna. Es un cuento oral que me he tomado el atrevimiento de poner en letras. “No es la voz que ordena la historia, es el oído”, escribió Italo Calvino. La que habla ahora es “Pepita” Ragusi de Orazi

Los primeros en llegar fueron sus abuelos paternos. “Mis abuelos llegaron a Buenos Aires un 27 de enero de 1900, en un barco llamado “Olvia”. Ellos eran los papas de mi papá, Don Domingo Ragusi y Doña Josefa Proto de Ragusi, hermana de Pio Proto, quien le dio nombre a la famosa curva de la entrada del pueblo”, dice, desandando la historia.

Con afán de investigadora y de conocer su propia historia, años más tarde Pepita fue a “la Capital”, al Departamento de Migraciones, para encontrar el origen de la llegada de sus abuelos a la Argentina. Ese documento decía lo siguiente:Domingo Ragusi llegó de Génova el 27 de enero de 1900 en el barco “Olvia”. Edad, 34 años. Casado, agricultor y católico”. Y mirá qué notable el machismo de esa época que mi abuelo ya venía al país con tres hijos: Antonio, mi padre, el mayor, le decían Nino; una mujer que era Georgeta y Juan, el menor hasta aquel entonces. Cuando yo fui a Migraciones sólo figuraban mi abuelo y mi papá: no estaba ni mi abuela, ni Georgeta, ni el más pequeño”, relata con un tinte de indignación que da cuenta de su fuerte y femenina personalidad.

“Cuando llegaron a Buenos Aires, aquí había un hermano de mi abuela que se llamaba Francisco Proto. Él le presentó al teniente coronel Pérez. En una reunión, el teniente le dice a mi abuelo: “Estoy por viajar a un lugar en la cordillera, frontera con Chile, que hace pocos años fundé, ¿quiere usted acompañarme?”. Y mi abuelo dijo sí. Cuando vino, le gustó mucho y decidió quedarse. Antes de radicarse, mi abuela tuvo a un cuarto hijo en Buenos Aires: se llamó Américo y sería dueño del antiguo hotel Curruhinca, llamado posteriormente Antiguos Pobladores. El teniente coronel Pérez fue padrino de ese niño, había una relación muy estrecha entre mi padre y el coronel. Finalmente mis abuelos terminaron por contar con una familia de 9 hijos, dos mujeres y 7 varones, 5 nacidos en San Martín de los Andes”, nos relata Pepita con voz de cuento y muchos capítulos como promesa. Su abuelo fue uno de los beneficiados con las fracciones de tierra que en aquel entonces se otorgaban para la producción. En su caso fueron 200 hectáreas donde hoy se encuentra ubicado el Regimiento 3 de Caballería de San Martín de los Andes.

“Al radicarse, mi abuelo comenzó a tener mucha participación social. Imaginá que cuando fundaron el pueblo eran 500 personas. Así es que mi abuelo se involucró, como muchos otros, en “la cosa pública” (mi abuelo y mi papá estuvieron al frente del municipio, como yo yo después). Había que hacer caminos, obras, muchas cosa”, dice Pepi, como la llaman sus nietos.

“Mi abuelo, con espíritu italiano de trabajo, hombre joven y con ganas de hacer, fundó un establecimiento agrícola ganadero. La casa principal estaba en el Bajo, justo antes de la curva para ir a lago Lolog. Bajaban por un camino a la orilla del arroyo y ahí se erguía una importante construcción. En su porción de tierra sembraba trigo y tenía molinos harineros en los cuales procesaba su producción y la de algunos vecinos de la zona que llevaban su grano para que la moliera y pudieran contar con su propia harina. También hacían chicha y otros productos derivados de la cosecha. Había un molino de agua con el cual generaba luz eléctrica, por lo que era un establecimiento de lo más moderno. Ese lugar se llamaba Estancia La Trinaquia”, recuerda Pepita con la vista al frente, como si aún pudiera verlo. El nombre tenía origen en la tierra natal de la familia, la isla de Sicilia. “La familia entera trabajaba en la chacra. Pero mi papá era muy lector y Don Calderón, director de la escuela, le pidió a mi abuelo que le prestara al chico para que lo ayudase. Y así fue cómo, con Don Calderón, mi papá se hizo docente. Un docente sin título, dice con orgullo y deja para más adelante en la charla el capítulo de su padre. “Mi abuelo falleció joven, en 1933. Mi abuela fue longeva. La Trinaquia siguió funcionando luego de la muerte de mi abuelo y mi abuela y sus hijos la hicieron prosperar. Pero en el “cuarentaytantos” Juan Domingo Perón expropió esa tierra a mi familia. La casa era un caserón grande, cruzando un arroyito. A un lado, los graneros y galpones, y al otro, el molino harinero. Una línea de álamos conducía a la entrada principal de ese conjunto de construcciones. De chicos en otoño nos revolcábamos en los colchones de hojas interminables. La casa era larga: tenía un primer sector de techo más bajo donde estaba el estudio de un italiano que hacía la contabilidad de todo: del molino, de la chacra, del aserradero RucaÑire, que también manejaba la familia. Después, el edificio seguía estilo chorizo para atrás con los cuartos y la cocina. Además, contaba con una galería de techo bajo en el frente que le daba las vistas al comedor. También había una mesa a la italiana y una salamandra que calentaba el living, con sillones y un piano. Detrás de la mesa había un mueble enorme que ocupaba toda la pared, el cual había sido un regalo del Ejército a mi abuelo, y que tallado en el cristal tenía el escudo argentino. En los veranos, cuando venía la tía Matilde, la abuela Pepina, que tenía una voz extraordinaria, cantaba hermosas canciones en ese comedor. Cuando el Ejército vino con la novedad de la expropiación no hubo juicio que pudiera retroceder ese accionar: había que salir de ahí y no había discusión alguna ni demasiadas explicaciones. A un día de tener que entregar la casa, la propiedad se quemó. Algún problema en el tiraje de una salamandra quemó el techo y toda la casa. Sólo estaba Don Cosme, el tenedor de libros, mi abuela y una de sus hijas. Todo se perdió, se quedaron con lo puesto. Después, las cosas no fueron nada fáciles, pero la gente recordaba con mucho cariño a La Trinaquia. Es más: la calle Perito Moreno que hasta el cementerio se llamaba así, a partir de ahí se llamaba “la cortada de Domingo Ragusi” sin número. Más adelante un intendente, que seguro no sabía la historia, porque no era de acá, lo cambió, y ese homenaje natural a mis abuelos y a ese lugar desapareció”. 

SUS PADRES
“Así fue pasando el tiempo y ahí comienza otra historia, la de mi papá y mi mamá”, sostiene Pepita en un relato que se mezcla con sus risas y esa emotividad tan propia del que vivió la historia que cuenta. “Salgamos de los Ragusi y vayamos para la familia de mi mamá. Ella era una joven que vivía en San Luis, en un lugar que se llamaba San Francisco del Monte de Oro, donde está la primera escuelita de Sarmiento. Raquel Gutiérrez, era una de 7 hermanos, 3 de ellas mujeres. Ellos tenían campos, animales y se dedicaban a trabajar la tierra. Mi mamá estudió en San Francisco del Monte de Oro, donde había una Escuela Normal y se recibió como maestra provincial. De pronto, un día se muere el papá, Agustín Gutiérrez y mi mamá le dice a su mamá que se quería ir a Mercedes a hacer la carrera de Maestra Normal Nacional. ¡Cómo eran la cosa en esa época!: la mamá le dijo que no, que ella ya tenía su titulo. Al tiempo, cuando murió la mamá, logró el beneplácito de sus hermanos para ir a Mercedes a recibirse de Maestra Normal Nacional. Al contar con su título, envío una carta al Consejo de Educación para solicitar un puesto de trabajo en el sur del país. Con telegrama en mano se entera de que la nombraban en la Escuela N°5 de San Martín de los Andes. Vino hasta Zapala en tren y de allí, un viejo FordT la llevaría hasta San Martín. Corría el año 1920, el mismo año en el que llegó al poblado el Dr. Rodolfo Koessler. Había que tener coraje. Así llegó a su escuela, donde mi papá estaba de docente. Paso el tiempo, se conocieron y se casaron”, relata Pepita mezclando las palabras con la sonrisa. Una manera única de hablar y de contar que involucra los sentidos y es casi como si estuviéramos dentro de la historia.

“Mi abuelo, viendo que todo crecía, decidió escribir al Consejo de Educación para crear una nueva escuela en la zona. Era muy difícil que los chicos llegaran de lejos al pueblo, los caminos se cortaban y mandar a los chicos desde Chapelco era complicado. Así fue como se creó la Escuela 86. Mi mamá y mi papá eran los docentes. Pero faltaba el edificio y el predio donde levantarlo. Don Pío Proto, que era el cuñado de mi abuela, decidió convertir el comedor de su casa, que era muy grande, en dos aulas. Y los chicos venían de lejos y a caballo al colegio: hasta habían puesto unos palenques frente a las aulas para atar a los caballos. Dos años estuvieron en lo de Pío Proto, hasta que se construyó la escuelita en su actual terreno. Mi mamá era la directora y mi papá era el docente idóneo. Tenían doble turno de chicos”, concluye con orgullo.

SU HISTORIA PERSONAL
“Yo soy la mayor de tres hermanos. Nací en el Hotel Lacar. Desconozco porqué mis padres estaban en ese momento ahí. Quien asistió a mi madre fue el Dr. Koessler. Después tuvieron a mi hermano varón en el medio y mi hermana menor. Yo aprendí la escuela de ellos, pero no les gustaba ser mis maestros y tampoco se podían dar el gusto de traerme a la escuela de San Martín. Cuando tenía 9 años me mandaron a Buenos Aires a estudiar. Me quedé en la casa de un hermano de Don Pio, el tío Chicho y su mujer Matilde, profesora de piano, que contaba con un conservatorio en su casa. Esta señora conocía a la directora de la Escuela Normal Nº1 de Profesores Roque Sáenz Peña, que está en la calle Córdoba entre Río Bamba y Ayacucho. En ese colegio terminé la Primaria y la Secundaria. Venía en los veranos a San Martín y mis padres pasaban los inviernos en Buenos Aires, ya que las vacaciones aquí eran en invierno. Al terminar mis estudios de maestra volví a San Martín. Tantos años lejos de este lugar tiraron más que seguir estudiando. Mis hermanos fueron a la Escuela Nº5 y fueron a Buenos Aires a la secundaria y a la universidad. Yo hice el Magisterio, es lo que me gustó siempre. Por vocación y profesión. Volví a trabajar a San Martín en el año 1940, haciendo suplencias, en principio en Junín y luego aquí en San Martín. Estuve dando clases en ese edificio estilo ranchito (donde hoy se encuentra el correo), donde teníamos la cocina y las aulas, casi todo en el mismo lugar. Teníamos hasta 40 chicos por aula. Siempre impecables, era un punto más de nuestra labor como educadoras. Recuerdo que en invierno y en la época de lluvia teníamos que andar con botas de goma, pero en una bolsa llevábamos los zapatos impecables. Ni nos sentábamos para que no se arrugaran los guardapolvos almidonados…Igualito que ahora…” dice divertida e irónica.

He sido docente de Jorge Gingins, de Jorge Pfister, de Jorge Taylor, de Mirta Sanobrio, a la que su mamá le almidonaba todos los días su guardapolvo. Parecía una muñeca. Todos chicos que hoy ya no son tan chicos,” se ríe nostálgica.

“Siempre estuve vinculada a la cosa pública. Fui intendente del pueblo en un período. Participé en la asociación hotelera, en la Cooperativa Telefónica y creadora de la Navidad Cordillerana. Además conformé la Comisión del Centenario y ahora me dedico a la Fundación Primeros Pobladores. A mi marido lo conocí en el casamiento de una prima mía en La Trinaquia. Me hice rogar… Es que mi marido era muy pintón en ese entonces y las chicas se le rendían a sus pies. Pero conmigo no le iba a ser tan fácil.” 

DE SU VIDA Y SU NUEVA FAMILIA
José Orazi vino de Bahía Blanca en 1938 acá. En Bahía era muy amigo de unos chicos que tenían un taller mecánico. Y había en ese taller un camioncito Ford A arrumbado. Él siempre preguntaba qué pasaba con ese vehículo y los chicos del taller le decían que era de un señor de San Martín de los Andes que nunca había podido ir a buscarlo. Algún tiempo después preguntó si aún el dueño del camión quería llevarlo, que él se ofrecía para manejarlo hasta San Martín de los Andes. Tendría entonces 22 años. El dueño del coche, a quién él no conocía, era Don Bruno Salomón, un emprendedor de muchos negocios. Él y su señora Elisa tenían negocio en el centro de la ciudad, aserradero, lancha, transportaban pasajero, de todo. Demoró 14 días en venir desde Bahía hasta el pequeño poblado que éramos en aquel entonces. Sin dormir, siempre en el auto. Contaba que en la Bajada de Putkamer tenía que atar las cosas con alambre. Era un 11 de noviembre, a la tardecita, cuando llega a la Vega y donde está la curva de Pio Proto, vio este valle, le encantó el lugar y pensó que ese era el lugar para quedarme”, dice Pepita..

Elisa y Bruno Salomón lo adoptaron como un hijo. Y como la gente del pueblo enseguida se enteró que era muy buen volante, lo pusieron al frente de movilidad de Parques Nacionales. Ese fue su único año en relación de dependencia. Después hizo muchas cosas: puso un local en el centro que luego atendió su hermano, después un aserradero y emprendimientos madereros. Siempre le gusto hacer, estar afuera. En 1947 nos casamos. Tuvimos nuestra primera hija, Mónica, en la casa de piedra que era de mis padres y que hoy es de Arcagni. Y después nacieron tres varones, Alberto, Jorge Horacio y Eduardo. Y hoy tengo 14 nietos y 17 bisnietos. A los 5 años de casada yo ya tenía mis 4 hijos y 29 años. Mis cuatro partos los atendió el Dr. Koessler, el mismo médico que me trajo al mundo. No perdíamos el tiempo en aquel entonces”, se ríe pícaramente.
Con respecto a San Martín de los Andes, dice:

“Nunca hay que ponerse en contra del progreso. Es como querer tapar el sol con la mano. Pero es cierto que no siempre todo lo que viene es mejor. A mí me pasa que ahora cuando salgo, no encuentro a nadie conocido por la calle. “Eso, por momentos, me produce tristeza, una especie de nostalgia. Creo que cuando éramos menos nos conocíamos más y eso hacía que el pueblo fuera eso, un pueblo. Ese amor por el lugar requiere forjarse en conjunto, pero si no se conoce la gente eso es muy difícil. Mi papá estuvo en la Comisión del Cincuentenario. Y como mucha de esa información se perdió, yo me propuse en los 100 años del pueblo que las cosas no se perdieran y que los legados quedaran en un lugar resguardado. Hicimos una urna de acero donde se colocaron algunos elementos, documentación, diarios de la época y cartas para que el 4 de febrero de 2048 se vuelva a abrir. Es importante darle sentido a la historia con cosas y recuerdos. Que la memoria siga viva en la población hace que estemos más unidos, al menos por esa historia común que nos compromete”, recuerda Pepita.

Que la historia no se pierda es una manera de conservar aquello que constituye la identidad de San Martín de los Andes. Conocerla nos permite saber de la historia y aprender a enamorarnos de ella. El legado de Doña Pepita, de decisión e impecable memoria, es sin duda, mantener viva la historia. Conocer el pasado, comprometernos con el presente y crear un futuro prospero y respetuoso para este lugar que nos sobrevivirá.

Bruno Salomón y Elisa
Bruno Salomón era de Tres Arroyos, cerca de Bahía Blanca. Elisa también era de allí. Él la conoció y comenzó a cortejarla pero Elisa no le llevó el apunte y se caso con otro, el señor Justiniano, y tuvieron 2 hijos, un varón y una nena. Al poco tiempo, se muere el marido y se queda viuda. Bruno vuelve a la carga con Elisa pero aparece Pelicé, el segundo marido de Elisa. Con ese matrimonio tiene una hija, Zulemita. Pero al poco tiempo, se muerte también Pelicé. Y nuevamente vuelve Bruno a buscarla. Y ahí sí se casan y se viene Elisa para San Martín. La única de los hijos que vivió con ellos y que Bruno crió como propia fue a Zulemita. Esa dupla, Elisa y Bruno, nunca se separaron. Elisa no se iba a visitar a los hijos para no dejar a Bruno. Hasta que un día ella se enferma. La hija vino a buscarla para darle tratamiento en Buenos Aires. Elisa no quería dejar a Bruno. Pero la chica insistió y finalmente se fueron. Cuando ella se va, ¿podés creer que se muere Don Bruno? No le dicen nada a ella, porque ya estaba muy débil. La tenían en el hospital y ella preguntaba por Bruno. Pero le decían que estaba un poco enfermo y mejor que no se contagiaran. Tal son las cosas del destino que unos días después Elisa se muere y sin saber que Bruno también se había muerto… Se habrán encontrado en el más allá”...

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COMENTARIO ARCHIVO VISUAL PATAGÓNICO

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Estimados,
De acuerdo al artículo “Pepita, una leyenda viviente” (Nº 47 de la Revista) quisiera compartir con ustedes, tres fotos retratadas por Bruno Sálamon de su vehículo particular: el flamante “Ford A”, el cual es parte de la crónica y la epopeya surgida en los vivos recuerdos de la entrevistada.
Desde ya es mi intención que puedan compartirlas con los lectores en la edición digital de la Revista
Las mismas forman parte de la colección del Sr. Horacio García Coni (nieto de Bruno) quien tuvo la gentileza de facilitarme todas las postales de Don Bruno, un registro invaluable de más de 3000 imágenes de toda la Patagonia, que en estos días estoy procesando de forma enteramente digital en alta resolución para su deleite de acuerdo  al proyecto que llevo adelante
Sin más, saludos cordiales

Federico Silin
Titular / Coordinador Archivo Visual Patagónico

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