Un puestero de la Patagonia | EL “PETISO” JOSÉ SAMBUEZA | LAGO SAN MARTÍN
TEXTO: MOIRA TAYLOR
FOTOS: FRANCISCO BEDESCHI
Encomendados por los Cuadernillos en Patagonia de la Fundación Parques Nacionales y la empresa Techint, Francisco Bedeschi y yo salimos a la ruta para adentrarnos en el mundo del campo y sus protagonistas: los puesteros. La práctica cotidiana y la convivencia que asumen con la tierra y su trabajo los convierte en piezas fundamentales a la hora de conocer el territorio patagónico. Sin su historia, nuestra mirada quedaría renga. EnA esta entrega es José Sambueza, conocido por todos como el “Petiso”, quien nos brinda su tiempo y sus relatos. Nacido en Paso del Indio, Chubut, pero radicado en Santa Cruz hace más de 10 años, Sambueza nos abre la puerta al mundo del campo patagónico. Trabajo, naturaleza y vida a orillas del lago San Martín.
Territorio indómito, el contraste de su recia geografía cría hombres de la tierra. La estirpe dura de sus pastizales curte de igual modo la piel de quienes la habitan. El viento, que no da tregua, arremete con el temperamento. Ahí en esa tierra de naturaleza protagonista, de colores y temperaturas extremas. Ahí donde descansan glaciares, montañas místicas de anheladas cumbres, historias de exploradores de otro tiempo. Ahí donde la oveja reina en la estepa, haciéndose lugar entre guanacos y choiques. Ahí donde el puma y el zorro se disputan entre cuero y protección. En esa misma tierra de contrastes, aún viven los puesteros. Hombres que completan una ecuación de tierra y trabajo, tradición e historia. Ahí están los últimos exponentes de una idea de país.
EL “PETISO” JOSÉ SAMBUEZA
Un tipo bajito, menudo de cuerpo, pero de sonrisa amplia que lo precede. Mide los acontecimientos por los mundiales de fútbol. Ya hace tres mundiales que está en la Estancia La Federica, en el puesto que nos recibe y hospeda. La estancia es propiedad de Martín Díaz, miembro de una familia de la zona de hace muchos años. Las construcciones son de un estilo sajón dado que antiguamente la estancia nació en manos de unos alemanes.
El “Petiso”, como todos lo conocen, está de encargado y al momento única alma en el predio. Suele tener muchas visitas: la estancia siempre está de paso y él tiene fama de hospitalario. “Aquí nunca te falta una invitación a comer o compartir unos mates”, dice Chicleto, puestero de una estancia vecina a pocas leguas del puesto de La Federica que anduvo de paso en nuestra estadía.
Hace 7 años que está en La Federica y no llegó trabajando con ovejas, sino para construir un quincho detrás de la casa principal. Pero el tiempo y la confianza con el patrón le fueron ganando un lugar y ya no se pudo ir más. Originario de Paso de Indio, Chubut, es uno más de los que rumbeó para el sur a probar suerte y no volvió más. “Estuve en mi pueblo hasta que terminé la primaria, pero siempre fui un desorejado. Estuve en muchas estancias, las recorrimos de a caballo. Pasé por La Juanita, La Arboleda, Los Manantiales, Riscoso… En mi última estancia en Chubut estaba de encargado de 27.000 ovejas. Hacíamos tropa porque se necesitaba ir bajando para la esquila por tandas. Estaban los que rodeábamos, los que encerraban y luego los que movían nuevamente al piño a los cuadros”, nos dice sin mucho preámbulo contando su historia ovejera. Se había prometido no volver a trabajar con ovejas, pero levantando los hombros y siempre con esa sonrisa, dice no haberse dado ni cuenta de cómo terminó nuevamente en el campo.
Estuvo casado hace 10 años, pero aunque nunca más volvió a Chubut, es como si estuviera divorciado. No tiene hijos y es como todos los puesteros, un “hombre solo”. Pasa sus días en la estancia en compañía de los caballos, los perros, las ovejas y algunas vacas con las que cuenta La Federica. “Cuando llegué a Santa Cruz, mi primer trabajo fue de guía baqueano, para llevar turistas en Chaltén en un puesto llamado Laguna el Cóndor. También trabaje de alambrador, justo ahí donde está el monumento a los gendarmes del conflicto con Chile. Hice muchos trabajos diferentes, hasta que me vine para La Federica y me quede”. Sambueza, cuando recuerda sus días de alambrador, hace referencia al hito en la ruta que va de Chaltén a Laguna del Desierto, que se levantó a partir del conflicto entre gendarmes y carabineros en relación a la soberanía de esa porción del territorio.
Su caballo blanco, como el del Libertador, es su compañía de trabajo, al igual que sus perros. Apodado con el nombre de Filipino, es sin duda un caballo con carácter y que demuestra una vez más el tono alegre del gaucho que lo monta: “Le puse Filipino por ese que apareció en la tele hace muchos años, un filipino que decía estar embarazado. Este caballito mío me hincha la panza igualito que Filipino, y al rato ya me afloja la cincha. Me actúa igual que ese otro”, se ríe.
De carácter tranquilo, la conversación siempre se ve signada por las peripecias de los perros, de otros o suyos. Las historias se agolpan detrás de un mate y van saliendo por cebadas. Suena siempre por detrás Radio Nacional Gregores y el tiempo parece detenido en la hospitalidad de un anfitrión que está acostumbrado a la visita. El estar de paso hacia otras estancias del lago San Martin deja siempre abierta la puerta. El camino que corre bordeando la costa del lago es de una belleza paisajística que percibimos al segundo. El turquesa del lago, el verde de las montañas, el amarillo de la estepa, los chorrillos que caen hacia el espejo de agua, los mallines y animales que pululan hacen una postal inolvidable. De la belleza del paisaje los lugareños hablan poco. Son siempre más tangibles las historias del trabajo, de la cacería, de un perro o un caballo que la percepción del entorno en el que se mueven. El lugar puede ser cualquier lugar, siempre y cuando el puestero pueda ser puestero.
Los días comienzan a la luz del alba por lo que en invierno hay más tiempo, es más tranquilo y el tiempo es el de la naturaleza, como todo en el campo. “Por las mañanas salgo temprano antes de que aclare para ver si algún zorro mató a un cordero: lo hago antes de que aclare del todo porque si no, los cóndores me dejan solo los huesos. El zorro suele matarme algo todas las noches, pero no me agarra los mamones, los espera a que estén más gorditos. Igual pasa con el puma: si las yeguas tienen potrillos, no es hasta los 6 o 7 meses que los mata y se come a todos los que puede”, explica.
DE LA CAZA DEL LEÓN
De la fotografía de un puma sobre el anca de su caballo surge el relato de su cacería y de la manera de proceder de la presa y el cazador. “Eran dos pumas grandes. Salimos con los perros a seguirle el rastro. Aparecimos en un pedrero bien empinado de un solo sendero. Escuché a los perros que lo tenían acorralado y al acercarme, saltó de atrás de unas matas. Me pegué un susto bárbaro. Me rozó la pierna y siguió para abajo. El puma nunca ataca: siempre trata de escapar, en realidad, cuenta Sambueza con voz cantarina, como si se tratara de un cuento. Usando su revólver de 9 balas no da tregua al puma que se le acerque. Tiene tantas historias como cueros colgando de su pincho en el galpón. Es así acá en el campo, es este el trabajo: “Cuando ya lo tengo muerto, sólo le saco el cuero, algo de la carne se la comen los perros y si estoy cerca de la casa, lo llevo al puesto para darle a los perros después. El de la foto lo cargué porque había un compañero acá que lo quería comer. A mí no me gusta. Hay quienes lo saben hacer y les gusta, pero a mí me pasa por carne de gato”, afirma nuestro historiador.
El campo es siempre impredecible. Las presas y los predadores son actores cotidianos. No es únicamente de los zorros y los pumas de los que hay que salvaguardar a las ovejas: el panorama se vuelve más amplio y amenazador a medida que nos adentramos en la vida del puesto. “Hay sectores en el campo en los que hay ese pasto amarillo, que es como una droga: nosotros le decimos “cicuta”. Las ovejas lo comen y quedan atontadas, no se quieren ni mover y cuando descansan ahí, como muertas en vida, los cóndores también las atacan. Así que según lo que yo he visto, no son sólo carroñeros, también son medio asesinos”, nos dice aludiendo a la estirpe del cóndor patagónico. Prosigue Sambueza: “Una puma, enseñándole a los cachorros a cazar, me llegó a matar 28 capones en una noche. Y como los cachorros no saben, dejan algunos medio vivos y los lastiman en cualquier lado. Es un cuadro bien feo de ver a la mañana. Los cóndores no podían volar de llenos que estaban. Carreteaban, carreteaban y no podían ni levantarse”, se ríe nuevamente, buscándole el lado gracioso a una realidad nada divertida de la pérdida de tantos animales.
HISTORIAS DE LA TIERRA
Sambueza dice tener buenos amigos y eso hace que el estar tan solos sea más llevadero. Al estar en una estancia de paso, lo visitan unos cuantos. “Siempre que podemos nos juntamos. En las fiestas sí estamos acá, nos encontramos con otros puesteros de la zona y festejamos todos juntos. Uno se hace compadre, se hace familia con otros que están en la misma. Pero bueno, no somos tantos y los más viejos también ya se van yendo”, reflexiona. “Hace unos meses el “Petiso” Reyes, hombre mayor, puestero de toda la vida, desapareció de su puesto: se llevó su caballo, sus perros y su plata y desapareció. A su último sueldo en la Estancia El Castillo, puesto La Nueva, también en el lago San Martín, lo dejó sobre la mesa junto a todas sus cosas. Se fue. Sospechamos que se fue a morir a unas grietas que hay en la zona, cerca del puesto en el que trabajaba. Pero nunca encontraron el cuerpo ni tampoco el de su caballo y perros. Tenía mucha plata ahorrada, como 30 mil dólares. No gastaba en nada, siempre había ahorrado. Y yo sé que tenía toda esa plata porque le prestó a un par de conocidos. La plata la sacó de un “enterradero” que tenía: mucha gente de campo entierra la plata. No le pusieron mucho empeño a la búsqueda pero nadie lo encontró. Y la plata ha de estar donde está él. Con solo pensar en el hospital nomás, sabiendo que ya cumplía 70 años, estoy seguro de que eligió morir en su ley. Un tiempo antes de desaparecer hizo todo un recorrido, visitando amigos, como despidiéndose. A mí me pasó a ver como 5 meses antes. Eso también muestra que él tenía la decisión ya medio tomada”, cuenta nuestro protagonista con nostalgia, pero con la seguridad de que pasó “al otro lado” con todas sus pertenencias, habiendo dejado un misterio.
“Nos estamos viendo”, dice al momento de la despedida. Sambueza es la identidad del lugar, siempre dispuesto a recibir a la visita. Un contexto paisajístico hace de La Federica, en cada uno de sus rincones, un lugar especial. Pero es la estampa del Petiso, con su mirada rasgada y su sonrisa fácil, lo que hace de ese lugar un sitio inolvidable.
Su historia personal es, de alguna manera, la narración del devenir de un territorio siempre cambiante. Desde su quehacer podemos entretejer la memoria de los lugares, de la manera en la que se hicieron y se hacen las cosas. Las historias se van sobando como a los tientos y cuanto más tiempo se le regala al encuentro, más vamos enlazando.
Una forma de recorrer el territorio, conectado por sus ríos y por su gente. Puesteros que en su vida nos logran transmitir la historia colectiva de otros tantos que aún viven “en la tierra”. La historia, el progreso y los cambios irrefrenables del paso del tiempo nos revelaran si existe un mañana para este oficio, que pareciera estar signado por el camino del huemul, en peligro de extinción.