Breve repaso por un experimento que no resultó.
Frankenstein es un monstruo. Tiene la apariencia de aquello que se ignora, de aquello que se desconoce. Frankenstein, que aprende a ser un hombre a pesar de no serlo, o de ser otra clase de “humano”, escapa de la mesa quirúrgica de su creador, que nunca le adjudica ningún nombre pero lo llama “bestia”, “demonio”, “asesino” o “depravado”, sólo puede hablar sin problemas frente a un ciego. De él aprende. De él recibe empatía y afecto. Pero él no lo ve. Ignora su aspecto. Frankenstein, de todas las maneras, es una obra de su época. La mujer que lo inventó, también. Mary Shelley estaba predestinada a ser extraordinaria. Nació como Mary Wollstonecraft Godwin el 30 de agosto de 1797 (murió en 1851). Era hija de un intelectual, William Godwin (que entre otros textos escribió Ensayo sobre los sepulcros) y de Mary Wollstonecraft, una feminista de avanzada. Pero la madre de Mary murió a los diez días de producido el nacimiento. Su papá contrajo matrimonio nuevamente y con el tiempo, cuando tenía 16 años, la joven Mary se fugó con un amigo de su padre, el poeta y escritor romántico Percy B. Shelley, que ya estaba casado.
Mary Shelley escribió la primera versión de Frankenstein en 1818. La segunda es de 1831.
Dicen los expertos que el texto no sólo fabricó su propio contexto sino que, además, inauguró el universo de la novela gótica o de la actual ciencia ficción. No es casual que su argumento recupere varias temáticas que en su tiempo estaban asociadas a las discusiones académicas y científicas, desde el poder de la electricidad hasta la Medicina, desde la vida misma, la muerte y hasta la posibilidad de desafiarla. El propio Víctor Frankenstein, el hacedor, es estudiante en la Universidad de Ingolstadt. Avanza más allá de todo. Comete lo que los griegos llamaban “hybris”. Intentó (de hecho lo hizo) hacer aquello que sólo estaba al alcance de los dioses. Pero la desmesura de Frankenstein, el aspirante a científico, incluye su propia y particular némesis.
La historia del libro surgió casi como una broma en casa de Lord Byron, amigo de las apuestas y la vida al límite, en 1815. Allí comenzó a imaginar seriamente a Frankenstein. Ella concibió el concepto de que un hombre podía animarse a generar vida a partir del uso de la ciencia y de la tecnología. Frankenstein, como todo hombre culto de comienzos del Siglo XIX, ama la ciencia y está al tanto de los últimos adelantos de la química, el fenómeno de la galvanización y la electricidad, la “disciplina” del momento. Pero Frankenstein, el monstruo, se enoja con su creador y con su destino. Parecía humano pero no lo era. Con toda seguridad, Víctor Frankenstein lo “armó” con partes de cadáveres y a partir de impulsos eléctricos. En La mujer que escribió Frankenstein, Esther Cross cuenta que en esa Inglaterra, el cirujano real se llamaba Sir Astley Cooper. Él, entre otros muchos, desde las sombras pero desde la obligación y la necesidad, apadrinaba a las bandas de “resurreccionistas” (así se llamaba a los ladrones de cadáveres). Hasta 1832 sólo los condenados a la horca iban a parar, legalmente, a las manos de anatomistas y cirujanos. Todos sabían de donde salía el resto de los cadáveres. “No había anestesia y los médicos tenían que ser rápidos como magos. Un buen cirujano podía abrir, encontrar, extirpar cálculos y coser en quince minutos. Cada minuto que se salvaba era importante porque el dolor podía matar al paciente. También ponía a prueba la salud mental del médico”, agrega. Luego de 1832 los cuerpos de los que morían en la calle, los pobres y los indigentes, reemplazaron a los ahorcados.
Frankenstein, la criatura, es abandonado miserablemente por su creador. Escapa y se venga. Aprende mirando y escuchando. Sigue al atormentado científico. Lo sigue siempre. Quiere sólo una cosa: una mujer igual a él. Su monólogo frente al doctor, en las montañas, es memorable. Le cuenta sus penas y las formas en las que, lentamente, se convirtió en un hombre pese a no serlo. La criatura sabe leer. Piensa. Argumenta. Entiende. Sufre. Primero mata a William, el hermano pequeño de Víctor. Justine, casi un miembro de la familia Frankenstein, es condenada injustamente. Frankenstein, el doctor, crea esa mujer. Pero la destruye, aterrado. Frankenstein, el monstruo, entonces, mata a Elizabeth, la prometida de Frankenstein científico. Luego asesina a su amigo, Henry Clerval. El padre de Víctor muere de tristeza infinita. Creador y criatura están solos y se persiguen. No se sabe quién escapa de quien. El perseguidor y el perseguido se confunden (“Estoy en busca de alguien que huía de mí”, le dice el doctor al capitán Walton). El monstruo, cuenta Walton, llora la muerte de su creador en el Polo Norte. Luego se arroja al agua. Es lícito suponer que mueren ambos. Pero Víctor ya ha contado la historia. Y esa es la eterna justificación de Mary Shelley. Explica la señora Cross: “En las mesas de disección, los anatomistas leen, cuestionan, interpretan los cuerpos. En su mesa de trabajo, Mary Shelley mira al profesor de Anatomía y a sus alumnos, disecciona la disección. Escribe la historia de un cuerpo hecho de partes ensambladas por medio de suturas, sobre cuerpos trastornados y trasplantes. La escritora une en su escritorio lo que el hombre ha desunido en las mesas de Anatomía. Los cirujanos abren y cortan, el doctor Frankenstein cose. Percy B. Shelley corrige los borradores”. El mérito, sin duda, es todo de Mary. Absolutamente.