Pequeño ensayo sobre un lugar que nunca existió

POR MARTÍN ZUBIETA

Otro vano recorrido por la metafísica del arrabal

El comisario Salvo Montalbano tiene ganado un lugar de privilegio junto a otros grandes protagonistas de la novela negra. Nadie se asombraría si dentro de un tiempo una foto imaginaria lo retratara tomando un gimlet junto a Philip Marlowe y colegas de su generación como Kurt Wallander, Kostas Jaritos, Harry Bosch, Erlendur Sveinsson o Harry Hole. No hay forma, casi no hay manera de separar a estos personajes de sus geografías “reales”. Marlowe y Bosch, en épocas distintas, son inseparables de las autopistas infinitas e insoportables de Los Ángeles, Wallander recorre constantemente las calles de Ystad y Escania, en el sur de Suecia, Jaritos conoce como pocos los boulevards de Atenas (la ajetreada e indecisa Atenas del ¿post? Euro), Hole se ha emborrachado en todos los bares de Oslo, mientras que Sveinsson transita cotidianamente por la boreal Reikiavik. Montalbano, que comparte las reglas del juego, también tiene “su” territorio.

Como ellos, Montalbano es ficción pura. Es fruto de la imaginación de un veterano y genial escritor como Andrea Camilleri (1925) y el personaje se impuso por sus cualidades y por el peso de las historias. La narrativa de Camilleri imagina no sólo tramas (además de personajes) sino también escenografías ciudadanas que pueden parecer verdaderas pero no lo son. Tienen reminiscencias, bosquejos, diagramas, quizá trazos que se parecen tanto a la realidad que terminan siéndolo. El dúo Camilleri/Montalbano es definitivamente prolífico (más de veinte volúmenes entre novelas y libros de cuentos) y de hecho su último trabajo, La danza de la gaviota, se lee vorazmente, lo que parece ser una buena y mala noticia al mismo tiempo. Pero no es todo. Todavía hay cinco libros en italiano de Camilleri esperando los buenos oficios de la traducción castellana para que Montalbano pueda seguir recorriendo sus propios silencios. Y queda Riccardino, una especie de obra póstuma que Camilleri, irónica y genialmente, ha explicado como una solución impecable para cuando su Alzheimer sea “irreversible”. Textual, de acuerdo a lo publicado por La Repúbblica de Palermo en noviembre de 2006: “Ho dato Riccardino alla casa editrice solo a questa condizione: che venisse tirato fuori quando l´alzheimer per me sarà irreversibile. Intanto, con le facoltà di intendere e di volere intatte, mi diverto a inventare nuove storie”.

Todo surge a partir de una especie de danza macabra: desde su casa en la playa, Montalbano ve morir una gaviota y sus estertores le hacen imaginar una escena de baile programada y ensayada. El acontecimiento lo perturba constantemente, mientras el enigma se centra en la desaparición, misteriosa y furtiva, de Fazio, su ayudante más confiable. La trama, que en algunos momentos (y como siempre sucede) es hasta surrealista, adopta los bemoles que todos los lectores de Camilleri ya conocen y esperan. Las dudas metafísicas del comisario, su relación con las mujeres, con su propia vejez, sus almuerzos silenciosos, sus enojos monumentales, las burlas respecto a la burocracia policial y sus ineptitudes, la delgada línea de la que depende, muchas veces, si se conoce la verdad o no, si se denuncian corrupciones oficiales o si se hace justicia, todo está presente.

Queda, más allá del argumento, la cuestión que vincula al personaje con “su” lugar. Montalbano y Camilleri ya no requieren de prólogo alguno. Tampoco es indispensable anotar que se trata de un policía cultísimo, de un lector ávido y de un tipo que es amante “oficial” de la buena gastronomía italiana. Ni siquiera es necesario recordar que sus aventuras transcurren en Vigata, una ciudad que nunca existió, que se ubica en una provincia, Montelusa, que tampoco existió jamás. Y es aquí donde lo extraordinario comienza a suceder. Vigata y Montelusa, sin embargo, acercan el aroma, las melancolías, los recuerdos, las esquinas, los insultos y los atardeceres de dos sitios que hace mucho tiempo que figuran en el mapa: Porto Empédocle (ciudad en la que nació Camilleri), provincia de Agrigento, vocablos misteriosos que remiten al Imperio Romano (y a las “biografías” de Asterix y Obelix…) y a denominaciones como “Mare Siculum”, “Mare Ionium” o “Sardinia”.

Pero como la ficción y la Literatura son disciplinas insuperables, suelen conseguir lo imposible: desde el año 2003 la pequeña metrópoli se llama, y también oficialmente, “Porto Empédocle Vigata” en honor a Camilleri y a Montalbano, sus “habitantes” más célebres. Y eso que la ciudad se llamaba como se llamaba en homenaje a su “anterior” habitante más “ilustre”, el filósofo Empédocles -que había nacido allí en el 495 a.C- cuando Agrigento era parte del universo de la Magna Grecia (sin duda se trata de una población habituada a los cambios de nombre, tanto que hasta 1863 se llamaba “Marina de Girgenti”…) Y para que todo sea como debe ser, desde el 2009 hay una estatua que homenajea a Montalbano. El detalle nominal parece no ser menor, tanto como otra singular coincidencia que incluye a otro detective y a otro autor, ya canónicos y clásicos como también lo serán Camilleri y Montalbano: Arthur Conan Doyle y Sherlock Holmes.

La ciudad es otra, Londres, pero el fenómeno –con la salvedad de que fue inaugural- es similar. Gilbert Chesterton había observado que Londres le debía una estatua a Holmes porque la antigua capital imperial no tenía secretos para él. Ese particular “acto de justicia” chestertoniano tardó mucho tiempo en hacerse realidad, desde los años ´20 del siglo pasado hasta no hace demasiados años: la estatua de Sherlock Holmes estuvo en su lugar en septiembre de 1999. Como todo tiende a la perfección, el monumento no podía estar en otro sitio que no fuera las vecindades del 221B Baker Street, precisamente en Marylebone, la estación de trenes más próxima a la mítica morada de Holmes y Watson, quienes “vivieron” allí entre 1881 y 1904 (la casa también pasó de la ficción a la realidad, de los libros a la “real calle”) Porto Empédocle y Londres han decidido distinguir eternamente a la literatura, que de manera directa ha sido, en estos dos casos, modificadora de disciplinas tan aparentemente antagónicas de las letras como la Cartografía o la Geografía.

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