Secretos esquivos de alta mar

POR GONZALO PÉREZ, DOCTOR EN BIOLOGÍA

Anotaciones de un científico en medio del Mediterráneo.

La mar en calma, el movimiento pendular, casi mecedor, del  barco oceanográfico García del Cid, ya parece no tener efecto en mi oído interno dado que mi equilibrio se acompasó al ritmo de la nave. El sonido de las suaves olas de mar de fondo y el reflejo de la luna tardía entran por la escotilla del laboratorio situado a estribor. Un tumulto de equipos chillantes, con leds relampagueantes y cables por todos lados decoran el laboratorio. Las bombas de vació continúan trabajando en el filtrado de cientos de litros de agua marina y la “máquina infernal” efectúa automáticamente cientos de mediciones de gases traza en dilución, bebiendo y respirando el agua superficial oceánica.

A pesar del cansancio me encuentro concentrado en la forma espectral de los perfiles de absorción de las células fitoplanctónicas retenidas en los filtros. El sonido de los motores, me indica, casi inconscientemente, que vamos a reposicionar, siguiendo las señales satelitales que dan cuenta de la colocación y suerte de las boyas que nos guían en la difícil tarea de seguir la masa de agua.  Antes a la deriva, ahora el García del Cid se pone en marcha en algún punto entre Barcelona y Mallorca en búsqueda de las tres boyas, Chico, Harpo y Groucho, las cuales a pesar de su sabida posición, siguen perdidas en la grandeza del Mediterráneo  hasta no ser vistas por el marinero de guardia.

Mentalmente hago la cuenta de cuánto tiempo me queda. Quizá unos 30 o 40 minutos para terminar los espectros, el filtrado y preparar todo para el próximo muestreo del ciclo intensivo de día y noche. Al acercarnos al punto de muestreo, lentamente los diferentes investigadores, antes repartidos en el laberinto de los diferentes ambientes del pequeño barco, comienzan a aparecer con motivos comunes. Reina el humor taciturno, razonable por el horario (las 4 de la mañana), aunque algunos con energías renovadas o una curiosidad insaciable transmiten una muy bienvenida inyección anímica. Con las botellas listas  y rotuladas, salgo a la cubierta de popa. El viento fresco y húmedo, sereno y marino llena mis pulmones. Mi alma, agradecida. Me entretengo tratando de capturar con mi vista el movimiento veloz y fugaz de varios calamares que aprovechan la luz de los reflectores del barco para cazar desafortunadas presas en lo que parece una coreografía caótica pero con recónditos patrones. Mientras tanto, la gente de la Unidad Tecnológica Marina (UTM) comienza a bajar la roseta a las profundidades abisales con el propósito de recolectar agua a diferentes profundidades y así tratar, una vez más, de quitarle un nuevo misterio al mar, siempre reacio a nuestra noble aunque quizás pretenciosa empresa.

Luego de unos cuantos minutos de descenso, el cable  de la grúa comienza a enrollarse y los secretos en forma de muestras de agua se aproximan a la superficie. El sol por detrás de la roseta, ya sobre popa, comienza a nacer y el color rojizo matizado llena de luz el escenario de alta mar. Completando el punto cumbre de la obra, un grupo de delfines calderones nos mira con recelosa curiosidad. Esta vez acaso tengamos suerte en arrebatarle al mar alguna respuesta sobre el funcionamiento de las entrañas de la biosfera. ■

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