TEXTO Y FOTOS FRANCISCO BEDESCHI
Lejano y silencioso, el San Lorenzo sabe, casi en secreto, que sorprenderá a todos nuevamente, como lo hiciera con el cura Alberto De Agostini, con Francisco Moreno o con Clemente Onelli. Nadie pudo ignorarlo. Es imposible, sencillamente. Una mole tan bella como anárquica a la que es indispensable apreciar bien de cerca. Sólo hay que animarse y arrancar, mapa en mano, por el tramo sur de la Ruta 40.
Las autopistas del conocimiento de la Patagonia son bastante simples y generalmente se genera una inmediata coincidencia cuando se conoce a un nuevo “fan”: los caminos son parecidos. La Lectura del perito Francisco Moreno es quien habitualmente inicia ese viaje de descubrimiento. Luego se atraviesan los “puentes” que suponen las narraciones de George Musters, Clemente Onelli y Ramón Lista, por ejemplo, para desembocar en la bifurcación que conduce a Charles Darwin, que nos hace recorrer, por una colectora directa a la admiración, al notable comandante y geógrafo Robert Fitz Roy. Obviamente, los más interesados y contemporáneos nos deslumbramos con las fotos y filmaciones del cura salesiano Alberto María De Agostini, quizás el último gran explorador de la Patagonia. Al transitar la famosa Ruta 40 en su tramo sur (Bariloche- Río Turbio) sucede lo mismo. La importante decisión de “romper” el auto que tanto costó adquirir se toma con la intención de llegar a El Chalten y a Calafate. “Si espero a comprarme la 4 x 4 no la hago más”, se suele escuchar por allí, a modo de explicación.
Mapa en mano, provisiones, la esperanza de unos mates próximos y con la certeza de un seguro cambio de amortiguadores al regreso, los debutantes de la 40 se embarcan en la búsqueda de esas famosas postales de la marca Patagonia. La mayoría avanza detrás del imán del “Fitz”, la mole granítica que Moreno bautizara en honor al explorador inglés, y por supuesto, también tras las pasarelas del “glaciar”. Todo está a unos 1500 kilómetros de Bariloche, aproximadamente, en línea recta al sur, al sur verdadero. Y es por este recorrido que se avanza en busca de esos mitos que “atraviesan los puentes” del lago Buenos Aires-Carrera, del Parque Nacional Perito Moreno, el valle del Tucu-Tucu, el lago San Martín (ver AIRE 29) y, por supuesto, la joya máxima, a mitad de camino: el cerro San Lorenzo.
El intento suele no ser simple, puede no suceder al primer intento. Al pedir referencias, al preguntar, es muy común escuchar frases como “ver el San Lorenzo despejado es dificilísimo”. Y es cierto, el azar debe acompañar: hay que contar con un poco de suerte para luego de dejar atrás el ingreso al lago Buenos Aires y de avanzar hasta la entrada del Bajo Caracoles, encontrar y ver una de las más maravillosas visiones que ofrece la Patagonia: el macizo del cerro San Lorenzo.
La montaña es tan bella como anárquica. Se retira de la línea de altas cumbres para recostarse en la estepa argentina, casi en la Estancia Menelik, donde vive Manuel Pardo hace más de treinta inviernos (ver El guardián del San Lorenzo, AIRE 29). La historia de esta “figurita difícil” no se puede contar, decía, si no va de la mano o “en una encordada” con De Agostini. Al cura también le resultó una aventura complicada ser el primero en escalarla. Recién lo logró el 17 de diciembre de 1943, sin la ayuda de los expertos escaladores italianos que lo acompañaron en otras aventuras, que se encontraban atrapados en algún vericueto de la Segunda Guerra Mundial. Llegó a la cumbre con la asistencia del guía Alejandro Hemmi y el andinista Heriberto Schmoll, del Club Andino Bariloche. Así lo relata en su impresionante libro Ascensión al monte San Lorenzo, que publicara en 1945:
“Por doquiera abismos profundos nos rodean y el misterio se acrecienta debido al denso velo de neblina que tenazmente nos envuelve. ¿Dónde estamos? Mientras, impacientes, buscamos en aquella desoladora incertidumbre algún indicio orientador, una racha imprevista de viento desgarra el velo de las nubes y aparece ante nosotros y hacia el Sur, en toda su grandeza y majestad, la cúspide excelsa de El San Lorenzo, iluminada por los rayos de un vivísimo sol. Un escalofrío de gozo invadió nuestro espíritu, mientras exclamamos a coro:!la cumbre, la cumbre! La pesadilla que nos oprimiera durante seis horas de áspera subida, por entre la neblina, desaparece!” Una vez arriba, agrega: “Celebramos nuestra victoria bebiendo una copita de cognac y enseguida nos dedicamos a sacar fotos y películas y a efectuar las observaciones indispensables; el barómetro indica una altura de 3.690 metros“.
Cualquiera que haya experimentado el ascenso a una cumbre entenderá las palabras de De Agostini, y cualquiera que haya pasado por la Ruta 40 y haya visto la elegante silueta del San Lorenzo entenderá porqué el cura se empeñó tantos años en ser el primero en colocar una bandera en la cima. El San Lorenzo, estimados lectores, es una montaña mucho más conocida en el exterior que en nuestro país. Pedro Fortuny, residente del lago Posadas, me comentó hace como diez años: “Al San Lorenzo acá no lo conoce nadie, pero vienen más de mil extranjeros a caminar sus rutas cada año.” Las historias patagónicas de AIRE, precisamente, intentan generar conocimiento y amor por estas tierras, a veces desconocidas, incluso, por nosotros mismos.
El San Lorenzo está en el medio del viaje entre Bariloche y Calafate, como para no aburrir. Uno va entusiasmado con llegar a los Hielos Continentales, y con razón. Pero, créanme, vale la pena poner empeño y desviarse, ingresar al lago Pueyrredón, explorar los caminos cercanos a la Cordillera, conocer el Paso Roballos y enfrentar al gran cerro, del que Clemente Onelli dijo en Trepando los Andes: “Pero desde allí, la que grandiosa coronaba la escena, era una gigantesca masa de hielo azulado que dominaba absoluto todo el paisaje: era el coloso andino del sur, el monte San Lorenzo, que con toda su mole enorme se destaca soberbio sobre el cielo en un día despejado“. No puedo escribir nada mejor para detallar lo que se siente. La pluma de Onelli lo dice todo. Hay que lanzarse hacia la Ruta 40. Si el clima acompaña, recordarán sus palabras y también al salesiano De Agostini. El San Lorenzo, desde el lado argentino, se ofrece como un espectáculo único y majestuoso, que atrapa y sorprende a quienes transitan ese tramo lejano del camino, pensando que a 400 kilómetros recién comienzan las “postales”. –