Texto de María Eugenia De Cicco | Fotos de Victoria Escoredo
En 1995 los músicos y docentes Kyoko Kurokawa y Diego Díaz crearon la Fundación Cofradía con el fin de difundir y promover la enseñanza de la música clásica en Bariloche. Desde entonces, decenas de niños y jóvenes se han formado con ellos en violín, viola, violoncello y contrabajo.
“Los adolescentes están en una edad fantástica. Una vez que se entusiasman no los parás con nada, tienen esa energía, frescura y desparpajo. Ellos tocan, sin ningún prejuicio”, asegura Kyoko Kurokawa acerca de los alumnos de la Orquesta Juvenil de Cámara Cofradía, uno de los espacios de aprendizaje que promueve la Fundación. Los integrantes del grupo orquestal tienen entre doce y dieciocho años y ensayan tres veces por semana, además de su clase individual. Durante el año, realizan distintas presentaciones en diversos ámbitos de Bariloche y la región, tocando obras de destacados compositores del barroco, clasicismo, romanticismo y otros géneros más actuales. “Los instrumentos de cuerda se han hecho más populares. En Bariloche sirvió mucho como medio de difusión la orquesta juvenil. Ir a las escuelas y que los chicos vean cómo otros pares tocan un instrumento y hacen música extraña, a muchos les llega, a pesar de la poca difusión que tiene la música clásica”, manifiesta Kyoko. En este sentido, Diego Díaz indica: “El objetivo no es que la orquesta brille, sino que los chicos aprendan, hagan música lo mejor posible, que disfruten, compartan con la música. Si quisiéramos mantener una orquesta juvenil funcionando con cierto nivel, tendríamos que hacer un esfuerzo descomunal para que los chicos se queden. Pero nosotros les enseñamos que ésta es una instancia de aprendizaje que, cuando termina o se cumple, tienen que ir por más. Si tratamos de retenerlos estamos evitando que crezcan”. Sin embargo, ambos docentes aclaran que el objetivo de la orquesta no es formar músicos profesionales, pero sí que tengan un alto nivel. “Esta es una inversión para toda la vida”, señala Kyoko.
“Generalmente, ensayan por cuerdas o por fila, por un lado los violines primeros, los violines segundos, las violas y los bajos. Se hacen firmes en sus partes y luego se juntan todos”, explica Diego acerca de la rutina de ensayo. “Están acostumbrados a trabajar solos porque nuestro objetivo es ir formándolos para que verdaderamente tengan todas las herramientas de un músico práctico. De a poco, el que sabe más es el que dirige y da las pautas para tal ejercicio, a veces se turnan y otras veces estamos nosotros. El niño que participa de la actividad orquestal tiene una ventaja grande en el aprendizaje, porque escucha a otros, no sólo desde el punto de vista musical sino también humano. El accionar colectivo, la solidaridad, el apoyo, el ser fraterno, son grandes cualidades que aprenden”, agrega Kyoko.
Los inicios
Tanto Diego como Kyoko vienen de familias donde la música “estaba en el ambiente” y comenzaron su formación musical desde muy jóvenes. Kyoko se formó en Collegium Musicum de Buenos Aires, un centro de vanguardia en la formación musical fundado en 1946. Por su parte, Diego es tercera generación de músicos y comenzó muy chico con el piano y luego se dedicó al violoncello y contrabajo.
En 1992, cuando Kyoko se mudó a Bariloche, empezó a dar clases de violín y viola.“En ese entonces éramos pocos músicos en Bariloche, cellista no había ninguno. Yo daba clases en el Camping Musical. Se había creado un taller de iniciación musical y yo enseñaba violín. Había una pequeña orquesta dentro del taller y todas las cuerdas eran mías”, relata. Años más tarde, Diego se mudó a Bariloche y se acercó al Camping Musical, donde conoció a Kyoko. “No había nadie que enseñara cello, así que empecé a tocar con los chicos de la orquesta para darles un soporte armónico. Y un día dijimos: ʽHagamos una orquesta, ahora tenemos contrabajo y celloʼ. Y así empezamos a hacer música juntos. Kyoko fue como el fuelle de la forja”, recuerda Diego.
“Cuando empezamos con la orquesta -añade Kyoko-, el contrabajista era el alumno más grande, tenía diecinueve años y el más chico era un niño de ocho. Aparte de las edades, los niveles musicales eran dispares. Así que los que menos sabían, se esmeraron mucho y los que más sabían, enseñaban y ayudaban a los demás. Hemos mantenido ese espíritu a lo largo de todos estos años y se lo transmitimos siempre a las nuevas camadas, porque queremos evitar la competitividad. Las genialidades por separado no hacen a esta actividad, no nos interesan las individualidades, sino que el grupo funcione bien”.
Diego reconoce que la enseñanza musical ha cambiado mucho desde que él se formó. “Hay cambios importantes en la sociedad con la globalización de la información, que han hecho que la figura del maestro haya cambiado y también la forma de enseñar. Antes, si no dabas con el maestro no tenías acceso al conocimiento, ni a las partituras. Si no te prestaban, regalaban o compraban un instrumento que es muy caro, tampoco podías empezar a tocar. Hoy, un chico puede conseguir las partituras y escuchar mucha música en internet y hasta le pueden comprar un instrumento chino a un precio bajo. Hoy, nosotros estamos no sólo para enseñar sino para orientar a los chicos con toda la información que reciben”, explica.
Un segundo hogar
“Somos como una familia enorme. Estamos tanto tiempo acá y nos encanta estar acá, es como nuestra casa”, dice Sofía, de 15 años, integrante de la orquesta. “Y Kyo es nuestra abuela amarilla, ella se autoetiqueta así”, cuenta Valentina, (16). “Diego y Kyoko son las mejores personas que he conocido. Cualquier cosa que te pase a nivel técnico, musical, humano, siempre están ahí para darte una mano. Siempre buscan la manera de que aprendas, no importa cuánto tiempo les tome. Lo hacen hasta que entiendas y digan, bien, ya está, ahora podemos avanzar”, explica Hebe (16).
En 2015 la fundación cumplió veinte años y Diego y Kyoko quisieron invitar a sus ex alumnos a tocar con los chicos de la orquesta. “Pensamos que vendrían a lo sumo diez, pero vinieron veinticinco. Los más grandes hoy tienen treinta y seis o treinta y siete años. Algunos llegaron de Europa, de Buenos Aires, de Neuquén. Como la casa donde ensayamos nos quedaba chica, tuvimos que ir a la Catedral de Bariloche. Me asusté cuando vi tantos pero fue tan lindo”, recuerda Kyoko.