Raymond Chandler tenía 51 años cuando publicó la primera de sus grandes novelas, El sueño eterno, en 1939, y con ella apareció “el” personaje: el detective privado Philip Marlowe, duro, irónico, cínico, solitario, una especie de héroe romántico que atraviesa como un fantasma el aspecto más decadente del capitalismo estadounidense. La nouvelle noire en su máxima expresión. Marlowe sería el protagonista de otras citas notables como Adiós muñeca (1940), La ventana siniestra (1942), La dama del lago (1943) o La hermana pequeña (1949).
Se trata, casi por unanimidad, de historias admirables. Sin embargo, y también casi por unanimidad, se suele establecer que The long goodbye (1953) es la mejor de todas las novelas protagonizadas por el inmortal Marlowe. Y además tiene uno de los títulos más sugerentes de toda la literatura universal: El largo adiós. Bellísimo. Aunque el azar siempre depara algún que otro milagro de tanto en tanto: su nombre original era Summer in the valley. La modificación sigue generando agradecimientos en varios idiomas.
La pregunta supone indagar en los méritos de la novela -que son todos- para saber porqué se la considera superior. The long goodbye es un conmovedor relato sobre la soledad, la absoluta soledad, la melancolía y los extraños límites que alcanzan esas amistades que nadie sabe ni siquiera cómo han surgido. A manera de contexto, la hipocresía de la clase alta de Los Ángeles, empeñada en ocultar y disimular todo aquello que no se ajuste al “debe ser”. Y Marlowe, un detective sentimental e insobornable.
Marlowe conoce a Terry Lennox de una manera extraña: el tipo estaba borracho, tratando de acomodarse tras el volante de un Rolls Royce Silver Wraith, estacionado frente a una disco llamada The Dancers. Una mujer está con él. Lo insulta y lo deja allí, sólo en medio de la calle. El detective lo ayuda. Se apiada de él. No sabe ni su nombre. Se produce una coincidencia mucho más que simbólica: ambos son aficionados al mismo cocktail, el gimlet, un trago que se compone de gin y jugo de lima. Toman cientos mientras Lennox dice, como si nadie lo escuchara, que está casado con una rubia millonaria que lo trata espantosamente mal, circunstancia que parece aceptar resignadamente. Primer misterio, piensa Marlowe. Siempre se encuentran en el mismo bar, el Victor`s, hasta que Lennox decide no respetar la rutina: va hacia la oficina de Marlowe, que huele a cigarrillo y en la que siempre hay un tablero de ajedrez con una partida memorable disputándose, y le pide ayuda: debe acompañarlo y cruzar con él la frontera mexicana. Marlowe no hace demasiadas preguntas. Acepta. Lo que ignora es que la mujer de Lennox ha aparecido asesinada y su rostro ha sido desfigurado. Poco después se entera que Terry se ha suicidado y que le ha enviado una carta de despedida. En el sobre también hay una rareza, uno de los pocos billetes de cinco mil dólares que circulan en el país, el que tiene la cara de James Madison, el cuarto presidente de los Estados Unidos. La policía lo busca, lo encuentra, le pregunta, le pega y hasta lo encierra en la cárcel: está acusado de ayudar a un asesino a escapar. El detective, escéptico, no abre la boca. Se le antoja increíble que Terry, cansado de los engaños y los malos tratos de su hermosa y extrovertida esposa, la mate, huya, se esconda en un pueblito mexicano y luego se suicide de un balazo. Marlowe cumple con su parte: bebe un gimlet en honor a Terry, que se lo ha pedido expresamente en la carta. El caso está convenientemente cerrado para todos. Menos para Marlowe, a quien no le gusta que lo tomen por imbécil. Algo no encaja.
Philip Marlowe brilla como nunca en una novela cuyo argumento está poblado de silencios y simulaciones, un escenario ideal para el detective, un duro con principios claros que jamás cruza la línea imaginaria que lo transformaría en otra persona. Una historia fabulosa. Y lo fabuloso es simple, está bien contado, con personajes que están bosquejados a la perfección. Nunca son, sin embargo, superiores a la trama, sutilmente genial. El largo adiós roza lo inmejorable. La obra del Chandler maduro, el trabajo de un hombre de 65 años que recorre la sordidez de Los Ángeles con toda precisión acaso sabiendo que todos están perdidos. ■
Autorretrato
“… Soy un investigador privado con licencia y llevo algún tiempo en este trabajo. Tengo algo de lobo solitario, no estoy casado, ya no soy un jovencito y carezco de dinero, he estado en la cárcel más de una vez y no me ocupo de casos de divorcio. Me gustan el whisky y las mujeres, el ajedrez y algunas cosas más. Los policías no me aprecian demasiado, pero hay un par con los que me llevo bien. Soy de California, nacido en Santa Rosa, padres muertos, ni hermanos ni hermanas y cuando acaben conmigo un día en un callejón oscuro, si es que sucede, como le puede ocurrir a cualquiera en mi oficio, y a otras muchas personas en cualquier oficio, o en ninguno, en los días que corren, nadie tendrá la sensación de que a su vida le falta de pronto el suelo”. Philip Marlowe, “El largo adiós”, (Raymond Chandler, 1888-1959).