Pequeño ensayo sobre el amor y la pertenencia
Algunas palabras hablan de lo que significa vivir la Patagonia hoy y ahora. Su belleza, su historia y su natural atractivo han sido algunos de los imanes que alentaron a muchos para radicarse. Pero ya en sus entrañas, la vida está repleta de vericuetos y “los modernos”, como dice un buen amigo mío, deben encastrar en ese marco en permanente cambio.
Líneas, entonces, que hablaran de amores, vínculos, entornos, pasados recientes y futuros anhelos. Hablarán de las personas y de su manera de explorar estas tierras, alguna vez recónditas, que hoy nos abrigan un presente conectado.
He aquí entonces la vida de quienes en lo cotidiano viven la Posmodernidad, la Era de Acuario, los tiempos sin tiempo, el después del después, en la Patagonia. Historias de encuentros y desencuentros, así como pasa en todos lados. Pero aquí, detalle que le imprime la picardía de lo propio. Como canta Willy Nelson en Georgia on my Mind, hay vínculos que quedan y permanecen por más que busquemos extirparlos a cada vuelta de esquina. Hay nombres que tienen un sentido particular para nuestro estado anímico. Convivir con esa realidad en urbanizaciones pequeñas donde literalmente todos alcanzan a saber algo sobre todos, hace que la presencia de esos nombres e historias sea cotidiana.
Hace algunos días me encontré en la calle con una amiga. Me dijo: “No tengo idea cómo llegué a este lugar”. Se refería no ya a la Patagonia, sino a su estado anímico calamitoso. Pudo expresar y explicar algo al respecto: había soñado mucho, había puesto demasiado y ahora que su vínculo se había terminado (de qué hablaríamos si esa temática no existiera), su contacto con el entorno también. Aquí todo se mide con el contexto, con la montaña, el lago, el cielo o la temperatura del ambiente. La Patagonia moldea nuestra vida como si siempre se tratase de una “relación triangular”. Ese “trío”, codiciado desde lejos por muchos y vivido por momentos suavemente y otras de forma conflictiva, es una fija de nuestra Patagonia. ¿Será entonces que a todo vínculo con nuestro entorno debemos entenderlo primero embebido de nuestro contexto natural?
Nadie piensa la Patagonia sin la ventana desde la cual la mirará cuando se haga su casa. Por lo tanto nadie piensa una relación sin ese paisaje. ¿Es entonces la Patagonia la vara con la cual medimos las virtudes y desventuras de nuestro “otro” en cuestión? ¿No será una competencia desleal? Es posible que tengamos que aprender a ser exploradores de su virtud infinita y tal y como debiera suceder con las personas, no apropiarnos de sus cualidades indomables. Enamorarse de la Patagonia tiene sus riesgos… –